lunes, 4 de febrero de 2013

LA PARADA DE NAVED (III Y FINAL)

(continuación... viene de la entrada anterior)

TERCERA PARTE:
A los pocos días, acudieron un par de mozos que cargaron la estatua para trasladarla a su nuevo emplazamiento. Aunque es cierto que Naved nunca tuvo una imagen de su aspecto toda vez que el demonio le convirtió en piedra, sentía una intensa curiosidad por saber en qué lo habrían transformado las manos del escultor. Los mozos colocaron la estatua en su nueva ubicación, que resultó ser al borde de un estanque, cuyas aguas reflejaron la imagen de un majestuoso león oteando el horizonte, con la palabra CORAJE escrita en su base.

Y coraje fue lo que necesitó para soportar que aquel estanque, que ahora presidía, fuera uno de tantos que el propio Naved mandó construir para refrescar los jardines de su finca. No contento con haberle llevado a la ruina, aquel comerciante de telas se había apoderado de su propiedad.

El comerciante no solo disfrutaba de éxito en los negocios sino gozaba de lo que parecía una abundantísima familia que había instalado en su residencia. Cada mañana Naved observaba el constante trasiego de personas por su antigua propiedad y la envidia le devoraba al comprobar como el universo entregaba a aquel hombre todo aquello que a él le había arrebatado. La envidia tornaba en ira y Naved soñaba con el día en que esta cuarteara su pétrea envoltura, liberándole para reclamar lo que era suyo. Sin embargo, nada sucedía y Naved desesperaba....

Con los meses, una niña tomó por costumbre acudir cada tarde a leer sus cuentos a la sombra de la estatua del león. Aquello supuso un hito en la monótona existencia de Naved pues la pequeña tenía por costumbre leer en voz alta. Así Naved pasaba los días anhelando que apareciera en la distancia la figura de la niña paticorta que, cojeando, avanzaba hasta alcanzar el estanque donde gustaba leer sus cuentos de aventuras y viajes.

Una tarde en que la niña parecía especialmente agotada, cayó en un profundo sueño en mitad de su lectura. La niña no despertó con el llegar de la noche y Naved comenzó a observar como su cuerpecito comenzaba a tiritar de frío, sin que esto lograra despertarla. El cuerpo y los labios comenzaron a amoratársele frente a la impotencia de Naved que temía por la vida de la niña. La desesperación de Naved obró el milagro y la piedra comenzó a quebrarse liberando la figura de un león de carne y hueso. Saltó de su peana y trató de arropar a la niña, calentándola con su aliento pero la chiquilla no cesaba de tiritar. No quedaba otra que, asiéndola con cuidado, arrastrar su cuerpo hasta la vivienda.

Naved atravesó la entrada principal, sorprendiéndose de lo que encontró en la que fuera su morada. La suntuosa decoración que con tanto esmero había escogido, las lámparas de araña, los lujosos tapices, había desaparecido. En su lugar dos hileras de literas donde, a modo de barracón, dormitaban los habitantes de la finca. Frente a las camas, descansaban multitud de muletas y una enfermera permanecía en vela atendiendo el llamado de los más necesitados. Al fondo, una suerte de zona de trabajo con puestos y telares. Naved lanzó un sonoro rugido al objeto de llamar la atención sobre la niña que tiritaba a sus pies.

El comerciante fue el primero en reaccionar y armado de una garrota saltó del catre y avanzó en pos de la figura imponente del león. Las miradas de ambos se enfrentaron y aunque para Naved hubiera sido sencillo acabar con su rival de un zarpazo, entendió, al fin, que aquel hombre se dedicaba a recoger a desposeídos de la calle, a los que cuidaba a cambio de que trabajaran para él. Tal era el secreto de aquellas telas tejidas con tanto esmero y dedicación con las que le fue imposible competir. Y en un rincón muy íntimo de su ser, Naved experimentó por primera vez en mucho tiempo, tal vez en su vida, la extraña e infinita justicia del Universo.

Naved retrocedió paso a paso, observando por última vez todo aquello que en su día le perteneció y a lo que ahora renunciaba. Recuperada su condición, si no humana, al menos de carne y hueso, desapareció en la oscuridad de la noche dispuesto a no volver a desaprovechar ninguno de los dones que la vida le concedía nuevamente.